sábado, 19 de diciembre de 2015

VER NACER LA MAÑANA DESPUÉS DE MAÑANA

-palabras para "La mañana después de mañana" (Dínamo poético, 2015) de Javier Martínez Ramacciotti- 

Rocío Pavetti

Quisiera ponerle un nombre a quien alumbra la mañana después de mañana, poder llamarlo como a un amigo, pero de principio a fin aquí no se designa una historia personal que reclame un nombre. Será entonces como nos dice Viel Temperley  cuando se llama a sí mismo Adán en una de las citas que inauguran el libro. En esta obra, en este Edén de bolsillo, también camina un Adán, uno de los últimos adanes, uno de los adanes del fin, no del principio, porque, como nos advierte uno de los primeros versos, se trata de “el fin del mundo”.
Coleccionaría estos poemas como pequeñas esquirlas imaginarias de un horizonte que a primera vista prefiero llamar futuro. Pero es en una segunda mirada donde lo disperso se reúne bajo otra forma, es la visión que se cuela fractalmente con una lectura dibujada.
Hay una imagen que se repite  a través de estos poemas; es la de la cosecha. Una insistencia por recolectar lo que aparece a la vista como dado, pero fue en tierra, surco y semilla muchísimas presencias reunidas. Algo así como “las gracias” que están ahí ante todo y para nadie, extendidas pero sin esperar que alguien las señale con un dibujo o con una palabra. He dicho "gracias" pero tendría que haber dicho raíz, tierra, corazón, es decir, todo lo que se recoge y se inscribe en cada uno de los dibujos de “La mañana después de mañana”.
Se ha perdido en este paisaje las reglas que miden las distancias exactas entre las personas. Sigue habiendo un ciclo de día y noche que permite darle a la luz toda la espera porque se vaya y vuelva a aparecer, porque de una vez  se vaya y no vuelva a aparecer. Porque no olvidar que en el apocalipsis sigue habiendo los mismo espasmos involuntarios de los días. Y aquí, la verdadera sorpresa puede ser un estornudo, el grito afectado  de una piel cuya vida no aprendimos a controlar.
Y es en este paisaje que no deja de escucharse la voz sin nombre de uno de los adanes.
Su voz no es la voz apocalíptica derruida, no es un quejido, es a veces una media sonrisa articulada. Es la voz de un evangelista de piedras, un funambulista que hace equilibrio en su propio aliento sobre los restos crecientes de lo cansadamente vivo. En palabras de esa voz: “hay restos restos y más restos./Son sólo los escombros de mi voz”. La voz de alguien que en el apocalpisis prefiere aprender a mirar los restos antes que salvarse porque aprendió que “ningún día merece más de un día”.
Hace falta decirlo, no hay aquí un apocalipsis extraordinario con tomas aéreas de lo conocido derrumbándose. Decir sólo palabras frente a las ruinas es dar al viento el poder del mayor medio de transporte. Decir así es aceptar que el peso de las palabras depende del suelo dónde caen. 
No hay piedad, no hay salvación, no hay deseo de salvación. Pero sí hay un pedido a las gracias. Gracias que la misma voz sembró. Y ese pedido no conoce de ruinas. No porque las gracias sobrevivan intactas a cualquier ataque, sino porque hay en quien las mira una continuidad, como si toda concesión gratuita pudiera ofrecer como un bien el don de lo que muere y esta voz tejiera el cesto en el que viaja ese presente, este libro.

Nadie dialoga con  esta voz, no se pronuncia palabra que alguien escuche, en este escrito no hay diálogo entre presencias vivas, la voz habla, nadie contesta ni puede escucharse. Si hubiera un sonido humano quisiera que fuera el de alguien que le preguntara: ¿Qué belleza inventarás de nuevo la mañana después de mañana? Y quisiera que esa voz, despojada ya de cualquier forma asertiva, me respondiera: ¿Quién le sostendrá la mirada al milagro personal de las cosas germinando el día posterior a su fecha de vencimiento? Lo digo porque todavía siento un rasguño en la garganta.