-palabras para "La mañana después de mañana" (Dínamo poético, 2015) de Javier Martínez Ramacciotti-
Rocío Pavetti
Quisiera
ponerle un nombre a quien alumbra la mañana después de mañana, poder llamarlo
como a un amigo, pero de principio a fin aquí no se designa una historia
personal que reclame un nombre. Será entonces como nos dice Viel Temperley cuando se llama a sí mismo Adán en una de las
citas que inauguran el libro. En esta obra, en este Edén de bolsillo, también
camina un Adán, uno de los últimos adanes, uno de los adanes del fin, no del
principio, porque, como nos advierte uno de los primeros versos, se trata de “el
fin del mundo”.
Coleccionaría
estos poemas como pequeñas esquirlas imaginarias de un horizonte que a primera
vista prefiero llamar futuro. Pero es en una segunda mirada donde lo disperso
se reúne bajo otra forma, es la visión que se cuela fractalmente con una
lectura dibujada.
Hay
una imagen que se repite a través de
estos poemas; es la de la cosecha. Una insistencia por recolectar lo que
aparece a la vista como dado, pero fue en tierra, surco y semilla muchísimas
presencias reunidas. Algo así como “las gracias” que están ahí ante todo y para
nadie, extendidas pero sin esperar que alguien las señale con un dibujo o con
una palabra. He dicho "gracias" pero tendría que haber dicho raíz, tierra, corazón,
es decir, todo lo que se recoge y se inscribe en cada uno de los dibujos de “La
mañana después de mañana”.
Se
ha perdido en este paisaje las reglas que miden las distancias exactas entre
las personas. Sigue habiendo un ciclo de día y noche que permite darle a la luz
toda la espera porque se vaya y vuelva a aparecer, porque de una vez se vaya y no vuelva a aparecer. Porque no
olvidar que en el apocalipsis sigue habiendo los mismo espasmos involuntarios
de los días. Y aquí, la verdadera sorpresa puede ser un estornudo, el grito afectado
de una piel cuya vida no aprendimos a
controlar.
Y
es en este paisaje que no deja de escucharse la voz sin nombre de uno de los
adanes.
Su
voz no es la voz apocalíptica derruida, no es un quejido, es a veces una media sonrisa
articulada. Es la voz de un evangelista de piedras, un funambulista que hace
equilibrio en su propio aliento sobre los restos crecientes de lo cansadamente
vivo. En palabras de esa voz: “hay restos restos y más restos./Son sólo los
escombros de mi voz”. La
voz de alguien que en el
apocalpisis prefiere aprender a mirar los restos antes que salvarse porque
aprendió que “ningún día merece más de un día”.
Hace
falta decirlo, no hay aquí un apocalipsis extraordinario con tomas aéreas de lo
conocido derrumbándose. Decir sólo palabras frente a las ruinas es dar al
viento el poder del mayor medio de transporte. Decir así es aceptar que el peso
de las palabras depende del suelo dónde caen.
No
hay piedad, no hay salvación, no hay deseo de salvación. Pero sí hay un pedido
a las gracias. Gracias que la misma voz sembró. Y ese pedido no conoce de
ruinas. No porque las gracias sobrevivan intactas a cualquier ataque, sino
porque hay en quien las mira una continuidad, como si toda concesión gratuita pudiera
ofrecer como un bien el don de lo que muere y esta voz tejiera el cesto en el
que viaja ese presente, este libro.
Nadie
dialoga con esta voz, no se pronuncia
palabra que alguien escuche, en este escrito no hay diálogo entre presencias
vivas, la voz habla, nadie contesta ni puede escucharse. Si hubiera un sonido
humano quisiera que fuera el de alguien
que le preguntara: ¿Qué belleza inventarás de nuevo la mañana después de
mañana? Y quisiera que esa voz, despojada ya de cualquier forma asertiva, me
respondiera: ¿Quién le sostendrá la mirada al milagro personal de las cosas
germinando el día posterior a su fecha de vencimiento? Lo digo porque todavía
siento un rasguño en la garganta.