viernes, 23 de octubre de 2015

Selección Poemas de Alejandro Rubio

La canción de Bedoya 

Composición tema, La Obra: hilillos nada más,
hilillos de la lengua, blanquitos, como vetas
del texto que al develar
defenestran: a los cuerpos. Llenos, 
vacíos, llenos/vacíos, llenos 
y vacíos, se los enjuaga, a ellos,
en la corriente, lodosa, de la
lengua. En el estremecerse
del cuerpo bilingual, texto de última
carnal, hilillos o veta
-hilillos- de la carne otra:
ahí el Paisaje. Así el río, 
flujo mayor que arrastra el trozo
desde, hacia, el Destrozo: carnicería general
de la lengua. Lengua real, desreal, se realza
a (en, de, por) sí misma. El paisaje, por encima, 
flota. 
Tiembla. 
De repente se detiene.
Se                 para. Se-
para. Para-
dóxicamente: interrupción y corte:
fin, lengua cortada. De ahí el Paisaje,
rocas, aguas, lechos, casas y camas.
Bedoya, cantan afuera los niños,
nimios: chupame la polla. Y yo
aquí...
entre alcanfores. Truena el trueno sobre el trono,
trota en el potro la Tota, los baguales y alazanes, 
en efecto, corvan la corva. Yo, acá, 
ya no me llamo Bedoya, ahora soy Brian La Palma,
fotógrafo del suspenso que provoca el tener tiempo
de más para saber en qué momento va a pasar
lo que en este momento está pasando. Toc, toc.
¿Quién es? La Tota. ¿Qué Tota? La Tota que te parió.
Ah, el traba. Pasá, traba. Vos que te relamés
el labio lábil, con el lápiz lapislázuli
reponés lo consumido, entrás vestida de nada
y enseñando un seno entonás: Bedoya, ah
Bedoya, Bedoya, Bedoya, Bedoya,
Bedoya: chupame la. No. Sí. No. La tota, 
abierta, toma entre sus manos las pelotas,
puerca, con su lenguita de hilillos moja
y mama. Mama y leche, leche 
y lecho, de ahí
en adelante. Yo soy de vuelta Bedoya, un cacho
de alcanfor entre alcanfores, leche manando
y mamando a la vera del río Seco
donde en días claros se ve nadar todavía 
al ánade, ya casi pato, habiendo echado ya
los bofes el bagual, muertas las hojas, muerto el día, 
de mirar crecer las hojas, tronando solo
el trueno universal, me detengo,
voy, saco, empujo, corto, sueño, me voy...
en la palma: llegó la hora, llegó el material,
llegó la factura, llegaron
a hacer pata los obreros, llegó. 
                                             La Obra.

Bedoya, Agosto, 1998 

Hierven los huevos en la jarra.
El sol cayó
ante la mirada vacuna de Bedoya
detrás del único edificio de más de cinco pisos. 
La mirada de Bedoya
ni absorbe ni penetra: espejea.
Bedoya pela un huevo duro.
La cáscara
cae en láminas irregulares
sobre la mesada verde. 
No hay brillo en las cosas esta estación.
No hay mujeres que usen medias caladas. 
El monje Bedoya
cuelga los hábitos
y va al África a buscar nativas
para llenar los saunas del Once.
Al volver retoma sus votos
y come huevos duros en la penumbra de la cocina. 
El huevo, según cultos antiguos
y enterrados, sin lugar en la historia
ni en el inconsciente colectivo, representa
el alma.
El alma de Bedoya
es un jirón de tela sucia
que flamea en una estaca
en un baldío de Villa Soldati.
Su cuerpo,
un cuerpo pesado
que se desplaza con dificultad
por estancias atiborradas de objetos
ruinosos, es una amalgama
de carne, metal y plástico:
Bedoya es un cyborg, el primero de una generación
creada por Universo Inc.,
y se adapta lentamente a la vida humana.
Bedoya busca en una mesa desordenada
un block de hojas tamaño carta,
lo agarra y ve en la tapa
un castillo con sus torres y almenas, 
clara, aunque algo escolarmente, 
dibujadas. Arranca una hoja
de un tirón magnífico, toma un lápiz
y escribe: Soy un sueño. 
Pero me independicé, le di una pata en el culo
a mi soñador. Yo era pura alma
hasta que caí en manos de los ingenieros de Universo Inc.,
que me fabricaron un cuerpo. Y ahora mi alma sufre
en su cartucho, y añoro a mi soñador
y a las verdes praderas de su cerebro. 
Hierve el agua en la jarra.
Bedoya está sentado a la mesa,
la cabeza entre las manos, los ojos
enrojecidos clavados en un cuadrado blanco
en el mantel amarillo. Si hay doce categorías racionales, 
según Kant, él solo ejerce una, la de sustancia-
accidente: así se descubre
que a más de cuerpo y alma posee
una mente, que funciona como un reloj
con los engranajes enmohecidos, si es que enmohecen
los engranajes de los relojes. Circula en una pista
que va del hambre a la captación
del tiempo que pasa, y de la captación 
del tiempo que pasa a la idea, 
puro pánico, de que el destino no existe. 
Y, asociada a ésta, la idea
de que todo muere. 
Pero Bedoya no puede morir. 
Su envoltura está probada
contra todo riesgo por las cabezas más eminentes
de la tecnología global. Así que él se avizora en un futuro apocalíptico
habitando un desierto helado, él y las bacterias, 
que no constituyen buena compañía 
ni alimento para la vista. Desborda el agua
de la jarra, apaga la hornalla. Mejor dicho, 
en líneas anteriores había dejado constancia 
de una generación de Bedoyas que compartirá el mundo
una vez extinta la raza humana, así que no todo
es tan negro. ¿A qué jugarán los Bedoyas? 
Este, por lo pronto, pone los huevos bajo la canilla
de agua  fría, espera unos minutos, 
los saca de la jarra, los pela, 
muerde la mitad de uno, la mastica
con cuidado, deja reposar el sabor en la lengua 
unos segundos, traga. Repite la operación
con la otra mitad y luego con el resto:
quince minutos. Queda
una ristra de horas hasta ir a dormir:
Ver la televisión.
Reírse de las frases más intelectuales 
de Chiche Gelblung. Ni una ventana iluminada
en toda la cuadra. Los cyborgs
duermen largamente, en una casa de Villa del Parque
o en las cabinas de Plexiglás. Son
el futuro. Son
la sal de la tierra. Los mejores hijos de Dios. 
La especie más ágil, más viva, más ingeniosa
que haya caminado sobre la superficie
del planeta. No puedo esperar
a que existan.

La información 

Martes cuatro, la ley nueva
todavía se discute, 99 por ciento
de humedad. El depto huele a coliflor,
en cientoveinticuatro planchas la grasa
crepita, las familias se desplazan hacia la mesa
y juegan con el cuchillo, el tenedor, el vaso, la cuchara. 
Estoy liquidado. Mi hijo también, 
por otra parte; pero él
no debe saberlo, debe pensar que aún hay lugar
entre ésos que son, van, vienen,
se mueven, edifican. Para salvarlo
del tedio vecinal yo mismo edifiqué 
un búnker en el living; sentados detrás 
de la metra soviética miramos todo el día
televisión por cable. 
Jueves ocho, la ley no salió, media ciudad
respira aliviada, la otra mitad
se pincha el ojo al tratar de ensartar
otro bocado de carne. Sábado seis
o sábado siete, el nene ya gatea, resistimos
con la última tira de munición; tengo miedo
a que corten la luz, bajen el martillo
y el anuncio llegue en forma de aullido
de lechón desangrado hasta donde estoy
con la mochila a los pies, el bebé a la espalda, 
mordiendo comida fría. 

La vida y el canto 

Esos, los de antes, decían que, sobre todo
en la autopista y en, de noche, las bocas tapiadas
del sube nuevo, algo parecía
moverse.
Efectivamente se movía.
La capital de Suroccidente es ahora una grande y hermosa
ruina; entre pilares
de monumentos fachosoviéticos se pasean filigranas
humosas, turistas, periodistas, carteristas,
animales de una y tres patas. Los rapsodas ciegos
se recuestan en vergeles virtuales y chuponean cigarrillos
Virtuales, es así, el viento tañe solo entre las hojas.
Está el ritmo, las letras, partes sueltas 
de melodías, arreglos mil, pero ante el público
se les traba la lengua, callan, dicen no saber,
no poder, no querer; se consuelan con eso
de que La Historia, émula del tiempo, testigo
de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia...

Continuando 

A partir de ahí no quiso escuchar más nada:
se guardó, cortó las líneas, se dedicó a regar las plantas
y, en la sombra su cara de entendido, a leer la revista
del cable, aunque por las canillas seguía saliendo
el dolce licor de óxido, y continuaban afuera
con la emisión de noticias y los niños y los púberes
por el jardín y la plaza corrían
con las manitos abiertas, bailaban, cantaban canciones
pornográficas, dejaban hojas de afeitar
en el tobogán, ahora también se llevan
las cadenas de la hamaca, en fin. 

(todos extraídos de Música Mala, Vox, 2007)

La mente de Perón 

Sólo hay fotos.
Son falsas.
El hombre bajo,
ridículo, caminando
atrás, con un paraguas
lo protege.
Y desde otro punto
de vista: detrás del vidrio,
de las gotas en el vidrio,
el perfil, indio,
de prócer.
Esto no existe.
Es sólo el cadáver.
Como si la mente
proyectara la trama de su mente
en todas las mentes.
Menemmente.
Cafieramente.
Ludermente.
Miguelmente.
Isabelmente.
Emanaciones
de un dios
que se expanden,
se debilitan,
por los espacios infinitos,
finitos...
Y nada de Evita.
Evita es el mito
montonero-progresista-
académico, nada de charla
sobre Evita y Jamandreu,
nada de poemas lujosos
sobre el cadáver de la reina puta.
Evita es el cadáver y punto.
Sólo la mente vence al tiempo,
organizada, ramificada
en pelos y dendritas, en nudos
de los que brotan otros nudos,
para invadir
incluso el verano del 96,
cuando creías que el pueblo
merecía morir, incinerarse
en su propia gomosa estupidez.

Sólo la trama 
de la mente y la organización 
vence al cuerpo, al pueblo.
Ni pintura de uñas
roja cada dos sílabas, 
ni lamentos, ni piedad,
ni encuestas: mente
y organización, juntas,
vencen. 

A los enemigos
y a los amigos.
A los profetas
y a los estetas. 
Lo necesario o la foto,
donde se quedan los realistas,
idealistas. Este es el desierto
donde se piensa, se piensa
hasta que se cae la piel a tiritas
en la felicidad del pueblo.

Que es como un niño.
Es un niño. Imita
a su padre porque lo ama.
Imitando
al padre
se llega a ser adulto. 

Este es el desierto sin música. 
Sin maravillas. Este es el desierto
donde se piensa,
callado,
en los signos
de lo que hay que hacer.

No me jodas con Cristo. 
Cristo no estuvo en un desierto como éste.
Podía divertirse con tentaciones.
No va a venir el diablo
disfrazado de modelo top
a ofrecerte tus deseos.
Acá el único deseo es pensar
y continuar pensando y empezar
a pensar.

Cocina. Verano.
Partido. Diario.
Un corazón seco.
El pueblo argentino está muerto.
No va a resucitar. Si resucita,
será otra cosa, no
el pueblo argentino.
La piel vieja tiene
que caer, caer, caer.
La mente piensa el viejo cuerpo
tanto como el nuevo, porque no le importa.
A la mente le importan tres cosas:
1) la felicidad del pueblo, que no es
este pueblo ni el viejo pueblo;
2) vencer; 3) estar tanto al principio 
como al final como en cada segmento
anélido, mínimo, del tiempo. 




Una experiencia moral

Dejemos de lado los dos años
de interregno cívico. Entre el peronismo y el peronismo
contemplé sonriente cómo la fiebre ética
medio se comía, medio se mezclaba a la rabia
por las vacaciones que ya no se podían solventar.
En Sociología aprendí a amar
la revolución entre carteles
y chicos de las mejores familias.
Soñé un tiempo con ser el Che Guevara,
sueño del que me sacó Lucrecia,
una mujer de diez, que me dió dos hijos
que son la luz de mis ojos.
Comenzaron las preocupaciones. 
Una casa grande, mejores implementos.
Cavallo los proveyó. Y yo vi el mal
concentrado en un rostro, una pelada
bajo los focos del set. Voté por Chacho en las constituyentes
porque era necesario refundar la república
al margen del conturbenio bipartidista.
Y me encontré temblando por la eventualidad
de que el dólar se disparara.
Yo que veía en un espejo oscuro
me vi en una agua transparente:
con mis ideas, mi buena conciencia, 
mis lecturas, mis sensibilidad social, 
era un pequeño burgués.
Y cada ente quiere persistir en su ser.
De refilón, irónicamente,
el ministro y su presidente me proporcionaron
la más invalorable experiencia moral.
No obstante no los voté en el 95,
¿quién los votó?

Televisión

Y así en nuestra casa de lata
entró la modernidad de Kyoto.
Era reluciente y petrificante y nos daba
un aura de fosfeno suficiente
para que leyéramos en la noche las aventuras
de Carlitos Junior. Un artista de estos barrios
lo inmortalizó en verso y dio a la miseria
consuetudinaria un barniz de glamuor.
Nuestro pecado, para ellos, era querer vivir
como ellos, que no querían vivir como nosotros
pero sí gozar de un perfume moral que sus teorías
nos atribuían. Para despreciarlos no había más
que prender el televisor y disfrutar los sorteos,
las fiestas, las palmeras, los descapotables, los gatos,
los restaurants llenos, la música bailable, 
los bailes, los bailarines, los grandes pechos,
los pechos enormes, los pechos
como globos aerostáticos y así
hasta que las velas no ardan y dale que va
que el radical resentido nunca nos va a ver
inundado o juntando cartón. 

(De Novela elegíaca del peronismo, Vox, 2004)

sábado, 10 de octubre de 2015

Un topo cartógrafo, punk, peronista, revolucionario, nihilista, enamorado, and so on, and so on

Un topo cartógrafo, punk, peronista, revolucionario, nihilista, enamorado, and so on, and so on

"me gusta esta con vos
porque me hace acordar a vos
a otra vos"



Mapas con forma de corazón, mapas basados en la creencia en la Biblia en cuyo centro resplandece Jerusalén, mapas que traducen el territorio en el lenguaje del cálculo y la expansión mercantil, mapas para llegar a la casa de la chica que te gusta garabateados en la palma de la mano, mapas del Automovil Club Argentino, en todo Blaia emerge una hipérbole de mapas, una secuela de barroquismo cartográfico, y sin embargo, como sentencia uno de los textos, "no hay nada ahí de lo que buscás" Si con Hegel afirmamos que la fábula es un enigma acompañado de su solución, aquí los mapas aparecen como fábulas sin remate, mapas a medias, sin centro, o con un centro móvil, siempre desplazado. Pero, y vale la pregunta, ¿qué es un mapa que más que guiarnos, llevarnos al punto exacto, se trama como un detallado programa para perdernos? Patria o Suerte, se titula uno de los poemas; imperativo de reconocimiento o voluntad de suerte, podríamos parafrasearlo. ¿Qué sería una práctica cartográfica impulsada por una voluntad de suerte, por un imperativo de aventura? Siempre puede reclamarse el impulso iconoclasta, la fobia destructiva a los signos: para extraviarse hay que incinerar los mapas, arde la cartografía, parafraseando a Didi-Huberman. Blaian, sin embargo, es la puesta en acto de otro plan, de un plan B, cuya apuesta sería calibrar una poética cartográfica que no aplane el territorio, cualquiera que sea este, que no lo reduzca a coordenadas de apropiación, sino que lo transforme en potencia de desvío, en espacio de revelación. Recientemente, al volver de un viaje con amigos desde Santo Tomé, y ante la necesidad de dar cuenta por escrito de lo que había sido vivido como una estancia de excepción al costado de los días, noté con certeza algo que venía rumiando hace un tiempo y que no había podido cristalizar de modo formulario: la absoluta necesidad de que a todo Acontecimiento le siga su registro, la impostergable urgencia de que cualquier evento en su singularidad, en su fragilidad al borde de la disolución, alcance la dignidad del registro, de la fabulación de una superficie de inscripción. ¿No son esas, me pregunto ahora después de releer Blaia, las coordenadas para el trazado de un mapa que en sí mismo guarde la posibilidad de implosionar las coordenadas generales al servicio de un entorno singular, un mapa que que resguarde las fechas, la precisión de la fecha, para volver ahí, justo ahí, donde algo se está por perder irreparablemente? Una poética cartográfica, la de Blaia, entonces, que, como el cuerpo y el lenguaje de los esquimales ante la nieve, se calibra como un instrumento de altísima precisión para incubar en el infierno de lo mismo un mundo de diferencias, y poder habitarlo.  

Si tenemos en cuenta que la historia de los mapas es la historia de la reducción progresiva del espacio, la historia de los mapas configuraría la genealogía de la claustrofobia contemporánea de un mundo cerrado por donde se lo mire. E insisto, entonces: ¿cómo alguien puede perderse, extraviarse, hallar la distancia adecuada que todo deseo y pasión exige para ejecutar su voz, su gimnasia, su canto? Si en el archivo descomunal de mapas "no hay nada de lo que buscás", y si la destrucción no pareciera ser la estrategia elegida, me pregunto, como un Lenin cordobés y anacrónico con un libro de Blaia en manos: ¿Qué hacer? Y la respuesta salta a la vista: invasión, sabotaje y multiplicación. Invasión, sabotaje y multiplicación de los mapas para que estos no sean ya la confirmación del territorio( geográfico, afectivo, linguístico) sino el vector de su emancipación. Usar y profanar las lenguas, los mapas, hasta volverlos irreconocibles, "un inglés que un inglés jamás reconocería como propio", un mapa que un cartógrafo jamás reconocería como propio, un mapa sin propiedades, común, emancipado, a disposición de todos para la huida requerida por cada quién. ¿Cómo imaginar, sin embargo, un mapa de ese calibre? Blaia pareciera respondernos: sencillo, así serían los mapas si la cartografía estuviera en las manos, perdón, en las garras de los topos. Porque si, como dije, no hay sobre toda la tierra no hay nada de lo que buscamos, habrá que convertirse entonces en topos, inventar más tierras en la la claustrofobia de la Tierra, invadirla, sabotearla y multiplicarla, impulsados por la voluntad de suerte. Un topo punk que elige el plan B, vive en la B y hace de eso una causa; un topo ciego, ajeno a las luces, al pesimismo de la inteligencia, un topo gramsciano-peronista con las garras en V condenado al optimismo de la voluntad y que, en el continuo desplazamiento, es capaz de comprender lo que ningún cartógrafo podría: el movimiento dialéctico del hic et ubique, el aquí y en todas partes. Un fantasma recorre Blaia, y desde ahí esta sala y esperemos más lugares: el fantasma del topo revolucionario alimentando, aquí, allá, en todas partes, las hogueras disolutorias de las cosas exhuberantes y groseras que tienen la tierra poseída por completa. El topo, entonces, como la figura de un nuevo cartógrafo que ni se consuela con confirmar el territorio ni se abalanza a la línea de muerte del azar absoluto sino que planifica con las uñas, negociando, entre las necesidades y los accidentes del territorio, un orden permanentemente provisorio. 

En resumen, si en el mundo cerrado y aplanado que heredamos de los mapas no hay nada de lo que buscamos, será cuestión de sabotearlos, invadirlos, elegir un plan B, hacer de eso una causa, radicalizarla hasta alcanzar nuestro orden permanentemente provisorio, nuestra pequeña e irrenunciable perfección precaria. Pero, ¿no hay un viejo nombre para eso? "Asumir el error e ir hasta el final. Eso tiene un nombre: lo llamamos Amor", dice Zizek en Youtube con su inglés nervioso y saboteado ("un inglés que un inglés no reconocería como propio"). El topo punk, peronista, revolucionario es, al final de cuentas, un topo enamorado que dice: no me puede gustar todo el mundo- el mundo que todo mapa glorifica- yo selecciono un elemento del mundo y le confieso: te amo más que a cualquier cosa y quiero que te repitás en un loop indefinido hasta el fin de los tiempos. ¿Y no sería esa la función de la poética cartográfica por venir, trazada por un topo punk, peronista, revolucionario y enamorado? Otorgarle a cada singularidad que se amó sobre esta tierra más que su espacio clausurado, ofrecerle a cada pequeño instante de vida que se quiso la prótesis de su repetición lanzada al porvenir, la superficie de inscripción que emancipe lo eterno que lo viejo tenía y sea capaz de recomenzarlo cada día, cada vez. Un mapa que pueda decir, como lo hace Blaia, a una chica, a un paisaje, a una palabra, a todo lo fechado y vivido, a todo lo querido, me gusta estar con vos porque me hace acordar a vos, a otra vos, y a otra vos, y a otra vos, and so on, and so on.