Y FUERON FELICES LO QUE FUERON FELICES...
Los hechos comenzaron hace una semana pero
tomaron una velocidad que aceleró más y más con cada minuto. Pasaron sólo siete
días y sin embargo pareciera que cada día tuvo tres amaneceres y como cinco
puestas de sol. El tiempo es algo raro; algo hermoso y raro.
Sebastián cumplió 6 años. Como suele suceder,
comenzó el primer grado de la primaria; como es usual, no conocía a nadie; tal
y como se imaginan, daba brincos interiores ante la simple idea de empezar a
conocer compañeros. Pero la realidad, como el tiempo, también es rara; hermosa,
gigante y rara. La noche antes del primer día de clases, Sebastián soñó la boda
de sus papás. Él no había nacido para ese entonces, pero ya hinchaba la panza
de su mamá y nadaba perrito inquieto en esa pileta climatizada en la que
entrenamos antes de venir al mundo. Lo inquietante del sueño es que no era un
invento de esos que la mente se pone a fabricar mientras el cuerpo descansa;
soñó la boda de sus padres con lujo de detalles tal y como ésta había sucedido.
Vio a su papá en el altar tronándose los dedos y golpeando nervioso el suelo
mientras esperaba; vio a su mamá entrar a la iglesia estirando tímidamente los
labios como si sonriera verdaderamente por primera vez y tuviera miedo de
quebrarse la piel de la cara. Y vio finalmente cómo un tubo de luz los
encerraba a ambos mientras sus miradas se encontraban y se decían un secreto
que nadie podía escuchar y parecía lo más importante de la boda. Sebastián se
acercaba como si fuera una lupa pero no podía comprender el secreto de esas dos
miradas. Cuando se despertó, ya lo sabía: tenía que conocer ese secreto. Y
también tenía un conocimiento extra- porque el saber viene siempre al menos de
a dos-: sus papás no se lo podían contar, tenía que vivirlo él mismo. En la
mesa del comedor, mientras desayunaba antes de salir en el auto al colegio, les
contó el plan. Quería casarse y lo iba a hacer con la primera compañera del
grado que lo quisiera. No les confesó la razón; no esperó ninguna respuesta.
Sólo les avisaba para que se fueran preparando y pensando la boda. Sus papás no
lo tomaron en serio. Los padres se olvidan de vez en cuando que la realidad y
el tiempo son hermosos y raros, pero no es su culpa.
La primer clase era de Lengua. La maestra
trazaba unas letras blancas sobre el pizarrón negro y los ojos negros de
Sebastián recorrían los guardapolvos blancos de sus compañeras. Si las letras
de la maestra se quedaban fijadas a la superficie oscura, los ojos de Sebastián,
por el contrario, resbalaban y caían al piso rebotando como dos bolas negras de
pool. Al terminar la clase, sentía que sobre el suelo giraban muchas esferas
sobre las que se deslizaba triste ante la imposibilidad de encontrar su futura
esposa y la chance de conocer el secreto. Recordaba la boda de sus papás;
recordaba la música del piano. Bailaba solo en medio del patio y se veía a sí
mismo de traje apretado entre los cuerpos de sus papás, y murmuraba “sí,
quiero, sí, quiero, sí, quiero”, hasta que desde detrás de las notas de música
escuchó una voz medio gangosa: “bueno, bueno, pero ¿qué querés?” Sebastián
abrió los ojos. No vio el colegio; no vio el tumulto desordenado de compañeros
corriendo aquí y allá; no vio las nubes grises pegoteadas al cielo y
escondiendo para sí toda la luz. Lo que sí vio: a él y ella vestidos de gala en
medio de un descampado y un sol del tamaño de una pelota de básquet flotando
sobre sus cabezas, uno para cada uno. No dudó. Sin pensarlo sabía qué tenía que
decir como si lo leyera en los ojos negros de ella, como si ahí estuvieran
escritas desde siempre las palabras que él tenía que repetir. “Nos casemos. Te
amo. Quiero conocer el secreto. Mi nombre es Sebastián y no me gusta que me
digan Sebis” Ella sonrió tranquila, como si esperara el pedido; levantó los
hombros y luego se rió, se rió mucho, pero no burlándose sino de alegría. No
dijo que “sí” ni dijo “no”. Dijo: “Me llamo Melina. No me gusta que me digan
Meli, pero vos podés llamarme como quieras”. No tuvieron que aclarar nada más.
Ya lo sabían. Se iban a casar. Tocaron la campana del final del recreo y sonó
como aplausos y felicitaciones rebotando en la cúpula de una iglesia.
A la noche, en la mesa de la cena, les contó lo
sucedido a sus papás. Ellos lo miraron y siguieron masticando el bife; con cada
mordisco Sebastián comprendía que no lo iban a entender ni ayudar. A la noche
soñó a sus papás frente a frente, los brazos estirados, tanteando con sus manos
la cara del otro como si fueran ciegos tratando de reconocerse. Se acercó a
ellos para ver si esta vez podía escuchar el secreto. No pudo, pero algo le
decía que en este caso no se trataba de un secreto inaudible sino de puro y
duro silencio. Las manos de sus papás tocándose no tenían palabras; eran
extraños, ciegos y mudos que alguna vez se habían dicho algo importante pero lo
habían olvidado. Al despertar, Sebastián ya había entendido dos cosas. No podía
contar con sus papás para armar la boda y debía hacerla en el patio de su casa
por el espacio verde amplio tal y como lo había imaginado. Los siguientes días
en el colegio fueron de diseño del casamiento; Sebastián y Melina desparecían
de las clases sin que nadie lo notara como si de algún modo incomprensible
todos confabularan en hacerse los distraídos mientras ellos dos llevaban
adelante un plan que tenía mucho de simple y mucho de excepcional. Tan simple y
excepcional que era invisible. Los días se sucedían uno a otro, uno en otro, de
un modo desordenado, caótico, como si fueran payasos de circo corriendo y
haciendo piruetas para una tribuna vacía. Al séptimo día estaba todo preparado.
Sebastián había aprovechado que a la mañana sus papás trabajaban y se había
escapado del colegio junto a Melina. Cuando llegaron a su casa, la hizo esperar
en el comedor mientras él arreglaba el patio; cuando terminó, ambos se fueron a
lugares distintos de la casa y se vistieron de gala. Sebastián salió primero al
patio y se puso al lado de una mesa ratona de plástico que hacía las veces de
altar; apretó play en una casetera que reprodujo la canción de entrada de la
novia y entonces apareció: Melina sobre el umbral de la puerta corrediza que da
al patio. Sebastián tronándose los dedos, Melina sonriendo como si sonriera por
primera vez. Cuando ella se estaba acercando al altar-mesa-ratón, escucharon el
sonido de un auto estacionándose y luego la puerta de delante de la casa que se
abría. Eran los papás de Sebastián. Se los escuchaba desde lejos gritando con
un enojo que apenas si cabía en las nueves letras de su nombre. Sebastián y
Melina no se asustaron, no dudaron, no bajaron la cabeza. Se subieron al árbol
que tenían al lado y se escondieron detrás de las ramas repletas de hojas. Ahí
pudieron ver cómo aparecían en el patio los papás de Sebastián, enfurecidos,
rojos, extraños, gritando como si comprendieran algo aunque gritaban porque
querían callarse y rodar por el piso aceptando que no entendían nada, que hace
mucho que no entendían nada, y estaban tristes. Sebastián y Melina ya no los
observaban. Tomados de las manos, frente a frente, pensaron todo lo que tenían
que decirse, las palabras adecuadas que coronarían el momento, el discurso perfecto
que les permitiría por fin alcanzar el secreto. Pero no dijeron nada. Callados,
se quedaron mirando los ojos del otro y ahí vieron que no había ningún secreto.
O que había un secreto que ambos habían descubierto hace mucho, hace siete
días, en el exacto momento cuando se dijeron los nombres. Y ahora Sebastián de
repente se veía a sí mismo en la boda de sus padres, en medio de ellos, y podía
escuchar ese secreto: era una brisa golpeando un árbol que los protegía. Cuando
Sebastián volvió en sí, vio a sus papás de traje y vestido al lado de él y
Melina, también de gala, los cuatro encerrados en el follaje de un árbol
levantándose solo en medio del patio y soportando el viento. Los cuatro tenían
un sol coronando sus cabezas y dijeron al unísono “sí, queremos”. Si pudiéramos
acercarnos a sus ojos en este exacto momento, veríamos que en todos está
escrito lo mismo:
La realidad y el tiempo son raros; hermosos y
grandes y raros.
El amor también lo es.
No hay otro secreto.
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