sábado, 10 de octubre de 2015

Un topo cartógrafo, punk, peronista, revolucionario, nihilista, enamorado, and so on, and so on

Un topo cartógrafo, punk, peronista, revolucionario, nihilista, enamorado, and so on, and so on

"me gusta esta con vos
porque me hace acordar a vos
a otra vos"



Mapas con forma de corazón, mapas basados en la creencia en la Biblia en cuyo centro resplandece Jerusalén, mapas que traducen el territorio en el lenguaje del cálculo y la expansión mercantil, mapas para llegar a la casa de la chica que te gusta garabateados en la palma de la mano, mapas del Automovil Club Argentino, en todo Blaia emerge una hipérbole de mapas, una secuela de barroquismo cartográfico, y sin embargo, como sentencia uno de los textos, "no hay nada ahí de lo que buscás" Si con Hegel afirmamos que la fábula es un enigma acompañado de su solución, aquí los mapas aparecen como fábulas sin remate, mapas a medias, sin centro, o con un centro móvil, siempre desplazado. Pero, y vale la pregunta, ¿qué es un mapa que más que guiarnos, llevarnos al punto exacto, se trama como un detallado programa para perdernos? Patria o Suerte, se titula uno de los poemas; imperativo de reconocimiento o voluntad de suerte, podríamos parafrasearlo. ¿Qué sería una práctica cartográfica impulsada por una voluntad de suerte, por un imperativo de aventura? Siempre puede reclamarse el impulso iconoclasta, la fobia destructiva a los signos: para extraviarse hay que incinerar los mapas, arde la cartografía, parafraseando a Didi-Huberman. Blaian, sin embargo, es la puesta en acto de otro plan, de un plan B, cuya apuesta sería calibrar una poética cartográfica que no aplane el territorio, cualquiera que sea este, que no lo reduzca a coordenadas de apropiación, sino que lo transforme en potencia de desvío, en espacio de revelación. Recientemente, al volver de un viaje con amigos desde Santo Tomé, y ante la necesidad de dar cuenta por escrito de lo que había sido vivido como una estancia de excepción al costado de los días, noté con certeza algo que venía rumiando hace un tiempo y que no había podido cristalizar de modo formulario: la absoluta necesidad de que a todo Acontecimiento le siga su registro, la impostergable urgencia de que cualquier evento en su singularidad, en su fragilidad al borde de la disolución, alcance la dignidad del registro, de la fabulación de una superficie de inscripción. ¿No son esas, me pregunto ahora después de releer Blaia, las coordenadas para el trazado de un mapa que en sí mismo guarde la posibilidad de implosionar las coordenadas generales al servicio de un entorno singular, un mapa que que resguarde las fechas, la precisión de la fecha, para volver ahí, justo ahí, donde algo se está por perder irreparablemente? Una poética cartográfica, la de Blaia, entonces, que, como el cuerpo y el lenguaje de los esquimales ante la nieve, se calibra como un instrumento de altísima precisión para incubar en el infierno de lo mismo un mundo de diferencias, y poder habitarlo.  

Si tenemos en cuenta que la historia de los mapas es la historia de la reducción progresiva del espacio, la historia de los mapas configuraría la genealogía de la claustrofobia contemporánea de un mundo cerrado por donde se lo mire. E insisto, entonces: ¿cómo alguien puede perderse, extraviarse, hallar la distancia adecuada que todo deseo y pasión exige para ejecutar su voz, su gimnasia, su canto? Si en el archivo descomunal de mapas "no hay nada de lo que buscás", y si la destrucción no pareciera ser la estrategia elegida, me pregunto, como un Lenin cordobés y anacrónico con un libro de Blaia en manos: ¿Qué hacer? Y la respuesta salta a la vista: invasión, sabotaje y multiplicación. Invasión, sabotaje y multiplicación de los mapas para que estos no sean ya la confirmación del territorio( geográfico, afectivo, linguístico) sino el vector de su emancipación. Usar y profanar las lenguas, los mapas, hasta volverlos irreconocibles, "un inglés que un inglés jamás reconocería como propio", un mapa que un cartógrafo jamás reconocería como propio, un mapa sin propiedades, común, emancipado, a disposición de todos para la huida requerida por cada quién. ¿Cómo imaginar, sin embargo, un mapa de ese calibre? Blaia pareciera respondernos: sencillo, así serían los mapas si la cartografía estuviera en las manos, perdón, en las garras de los topos. Porque si, como dije, no hay sobre toda la tierra no hay nada de lo que buscamos, habrá que convertirse entonces en topos, inventar más tierras en la la claustrofobia de la Tierra, invadirla, sabotearla y multiplicarla, impulsados por la voluntad de suerte. Un topo punk que elige el plan B, vive en la B y hace de eso una causa; un topo ciego, ajeno a las luces, al pesimismo de la inteligencia, un topo gramsciano-peronista con las garras en V condenado al optimismo de la voluntad y que, en el continuo desplazamiento, es capaz de comprender lo que ningún cartógrafo podría: el movimiento dialéctico del hic et ubique, el aquí y en todas partes. Un fantasma recorre Blaia, y desde ahí esta sala y esperemos más lugares: el fantasma del topo revolucionario alimentando, aquí, allá, en todas partes, las hogueras disolutorias de las cosas exhuberantes y groseras que tienen la tierra poseída por completa. El topo, entonces, como la figura de un nuevo cartógrafo que ni se consuela con confirmar el territorio ni se abalanza a la línea de muerte del azar absoluto sino que planifica con las uñas, negociando, entre las necesidades y los accidentes del territorio, un orden permanentemente provisorio. 

En resumen, si en el mundo cerrado y aplanado que heredamos de los mapas no hay nada de lo que buscamos, será cuestión de sabotearlos, invadirlos, elegir un plan B, hacer de eso una causa, radicalizarla hasta alcanzar nuestro orden permanentemente provisorio, nuestra pequeña e irrenunciable perfección precaria. Pero, ¿no hay un viejo nombre para eso? "Asumir el error e ir hasta el final. Eso tiene un nombre: lo llamamos Amor", dice Zizek en Youtube con su inglés nervioso y saboteado ("un inglés que un inglés no reconocería como propio"). El topo punk, peronista, revolucionario es, al final de cuentas, un topo enamorado que dice: no me puede gustar todo el mundo- el mundo que todo mapa glorifica- yo selecciono un elemento del mundo y le confieso: te amo más que a cualquier cosa y quiero que te repitás en un loop indefinido hasta el fin de los tiempos. ¿Y no sería esa la función de la poética cartográfica por venir, trazada por un topo punk, peronista, revolucionario y enamorado? Otorgarle a cada singularidad que se amó sobre esta tierra más que su espacio clausurado, ofrecerle a cada pequeño instante de vida que se quiso la prótesis de su repetición lanzada al porvenir, la superficie de inscripción que emancipe lo eterno que lo viejo tenía y sea capaz de recomenzarlo cada día, cada vez. Un mapa que pueda decir, como lo hace Blaia, a una chica, a un paisaje, a una palabra, a todo lo fechado y vivido, a todo lo querido, me gusta estar con vos porque me hace acordar a vos, a otra vos, y a otra vos, y a otra vos, and so on, and so on.

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